lunes, 30 de octubre de 2017

La cotidianidad como punto ciego de la historia.

Hoy me siento nuevamente con la necesidad de escribir sobre violencia, los días siguen pasando uno a uno cargados de noticias y estadísticas que nos indican que cada vez somos menos mujeres libres, con vida. Al inicio fue Lesby, después fue Dulce, luego Diana y ahora Mara; cuatro nombres que saltaron a la luz pública, cuatro entre miles que permanecen en el rincón más oscuro. ¿Por qué si hay tanto repudio hacia la violencia sigue sucediendo? ¿Por qué si seguimos condenando la violencia sigue pasando? Considero que el problema no es propiamente la falta de conocimiento sobre los
feminicidios o los peligros. Todas las mujeres somos conscientes de cada uno de ellos, se nos educa para reconocerlos y cuidarnos; los hombres también saben que existen, es de su conocimiento que somos “vulnerables” y que debemos cuidarnos, ser responsables. Sí, lo saben, pero a veces olvidan qué o quiénes son los principales promotores de esas amenazas.
Tengo una frase que me gusta mucho y me ha hecho pensar sobre mi misma: “La cotidianidad es el punto ciego de la historia”. Todos somos conscientes de que matar es un crimen, que violar u obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad o sin su consentimiento es algo que no debería suceder. Sí, muchos sabemos que está mal, o al menos la mayoría decimos saberlo. ¿Y luego? Sabemos que al ver noticias como las de Lesby, Mara y otras tantas similares, debemos enojarnos, echar bilis por la boca, maldecir y desear la muerte de quien se atrevió a realizar tales actos.
Es muy fácil unirse a la protesta social cuando estas cosas suceden, es muy satisfactorio sabernos en pie de lucha por defender los derechos humanos de las mujeres; sentir esa energía impulsada por un enojo colectivo, entre gritos y consignas, viviendo a flor de piel la unidad y la empatía. Sí, es muy fácil y creo firmemente que la protesta social es uno de los principales pilares en el proceso de
transformación social, pero no es ni nunca será suficiente si esa protesta, esa acción, se queda en las calles, si sólo sirve para apropiarse de los espacios y los discursos públicos. Considero que los cambios que se gestan allí, dan lugar a una transformación, importante sí, pero que deviene en actos moldeados superficialmente dentro de una categoría pública “políticamente correcta”; es decir, se hacen cambios en la manera en la que nombramos determinadas situaciones, la forma en la que nos expresamos y nos conducimos en el espacio público; se van modificando los discursos, el lenguaje, los términos que usamos. Sabemos que ahora debemos llamar de otras formas a los piropos, se sabe que es necesario tener un 50% de ocupación femenina en los cargos públicos, todos sabemos lo que es lo políticamente correcto, pero muchos también sabemos que es sólo un juego superficial de autoengaño, uno que enmascara el nombre pero no modifica los sentidos que dan lugar a las acciones. Estamos dando vida a un juego de roles y actuaciones públicas cuyo fin es no ser señalados e identificados como el problema por, y para, los demás.
El día de hoy todos somos feministas, personas comprometidas con el futuro social, nos preocupa, luchamos, exigimos. Nos llenamos la boca de sentimientos de empatía, de coraje y deseos de justicia; viralizamos nuestro compromiso y nos unimos en el enojo: #TodxssomosMara #TodxssomosLesvy #Niunamenos todos entendemos quiénes son las víctimas potenciales, directas, indirectas. Sí, todas decimos que somos ellas y que la culpa es de ésta sociedad, del gobierno, de los
hombres, de las mujeres, la culpa es de todos. La culpa está escrita en tercera persona, la culpa está lejos de nosotros, tan enojados y empáticos, marchando, gritando y exigiendo a aquellos otros responsables.
El problema es que somos ciegos, leemos la historia escrita en los medios, leemos la historia que revela el malestar social, leemos la historia pero nunca somos parte de ella; la historia se vuelve algo que ya fue y que se cuenta, algo que hizo alguien más, se vuelve un proceso que nos deslinda como autores. La cotidianidad se enajena sin darse cuenta de que es ella la que escribe, en su marcha lleva la tinta que se graba. ¿Por qué sólo decimos #TodosSomosMara? ¿Por qué nadie invoca al acto responsable y se asocia con el “todos”? El yo se ausenta en la ecuación del problema de las violencias, tal como el hoy pierde fuerza en el cuento que se narra del ayer, sólo aparece como consecuencia.
La protesta social nos vuelve un contingente político y correcto, nos cobija bajo un “todos” activo, correcto y socializado. Pero ¿quiénes somos nosotros? ¿Qué hay de la lucha en el yo? ¿Qué hay de la conquista en el espacio privado? ¿Dónde queda la protesta, lo políticamente correcto, cuando nadie puede señalar que no lo somos? ¿Quién reconoce la lucha privada? ¿Es suficiente si yo lucho socialmente, si yo salgo a las calles, si lo comparto en las redes, si me enoja, si me entristece? No, no es suficiente y por ello somos culpables de que Lesvy, Mara y las miles de mujeres más hayan muerto, hayan sido violadas, abusadas, torturadas, humilladas, acosadas, maltratadas. Los grandes actos no nacen siendo grandes actos, la violencia no brota ni aparece, esa se desarrolla, necesita de
incubadoras que la alienten, necesita de un yo que la ejecute y otros yo que la permitan, que la
hagan invisible a través de la costumbre. Nadie nace queriendo matar mujeres, nadie nace con la necesidad de violar, golpear, mutilar. El deseo se aprehende, el derecho se aprehende, son
adquisiciones que se desarrollan en el hoy, en el día a día, se refuerzan en las acciones, en las
palabras, en las risas; somos cómplices desde nuestras relaciones y nuestros afectos.
La lucha culpa al gobierno, a los acosadores, a los violadores, a los que no hacen nada, a los que voltean la mirada si ven un abuso, a los que son indiferentes; la culpa está en la sociedad machista, pero ¿quién es la sociedad, quiénes los machistas? Si la sociedad se rigiera por los discursos públicos, los documentos tan bien redactados y llenos de promesas, si la sociedad actuara con base en ellos, con sus términos políticamente correctos, ¡Qué mundo tan diferente! Nadie se atrevería a decir o
hacer algo sin sufrir las consecuencias, nadie pasaría desapercibido y los nombres no serían
olvidados.
El problema social es privado, lo privado es político, lo privado es social siempre, más lo social no siempre es privado; es decir, las conquistas sociales no siempre son llevadas a un ejercicio singular, a veces (muchas veces) se queda ahí, en el exterior colectivo sin penetrarnos a través de una labor auto reflexiva, auto demandante. El espacio privado, ese que pasa desapercibido, ese que es casi inconsciente, es el que habita la cotidianidad y va escribiendo el acontecer social sin reclamar la autoría. Se pierde entre las máscaras públicas, entre los guiones que se presentan ante el público expectante, la violencia está ahí, en esos roles diarios entre ensayos a los que nadie presta atención.
Sí, sí, gritamos al aire lo que las mujeres se merecen, sus derechos, pero nuestras pláticas entre amigos, nuestros chistes, nuestras relaciones familiares, nuestras dinámicas sociales, nuestros actos, nuestras canciones favoritas, nuestras tardes en casa o en la calle, todo eso que somos fuera de la protesta y que no se lee en nuestras publicaciones es lo que nos está matando.
¡Qué coraje da el acoso sexual! Pero qué maricón el amigo que no tuvo el valor de robarle un beso o decirle guapa, qué divertido ir a ver viejas a la plaza, al gimnasio.
¡Qué impotencia da el abuso sexual! Pero qué mojigata es la mujer que a la mera hora no quiso, la virgen. Qué puto si no la convenció de aflojar, qué grosera la que te dice que sólo como amigos.
¡Qué vergüenza tratar a las mujeres como objetos sexuales! Pero qué buenas están las modelos de Playboy, que lástima que aquella no esté bonita. Qué asco que amamante en plena vía pública.
¡Las mujeres deben ser libres! Pero qué puta si se acuesta con tantos, que zorra por vestirse así, que egoísta por no querer ser madre, que inútil por no ser ama de casa.
¡Las mujeres deben tener igualdad de derechos! Pero ellas no piensan igual, sólo les importa verse bien. Se quejan a pesar de que les ayudamos en la casa.
¡Mueran los machos! Pero que sean ellas las que laven, planchen, cocinen, limpien, sirvan y cuiden de los niños porque yo sí trabajo y estoy cansado.
¡Sí, fomentemos la independencia, el empoderamiento! Pero ignoremos a nuestras niñas cuando nos digan que no quieren algo, son demasiado pequeñas o es un berrinche. Generemos culpa a quien no hace lo que deseamos o si no están a nuestra disposición, pero sí, que sean libres, independientes y respetadas.
Y por muchas consignas más que cubren nuestra realidad inmediata, es que la conquista social debe ser una conquista personal, cotidiana, de esa que apela al instante, al ser y a la propia experiencia.
Que la lucha sea una re significación del ser y sus sentidos, sus dinámicas más privadas y sus vínculos más inmediatos. Sólo una protesta social que apele a lo propio elevará el velo que expía nuestras culpas.